África esconde misterios verdaderamente increíbles que nos harán repensar muchos de nuestros actuales esquemas vitales. Pero también esconde pobreza, dolor, llanto, desesperación y muerte. Para los que quieren descubrir esos misterios sin ignorar el sufrimiento es este blog.

sábado, 30 de enero de 2010

Subida de adrenalina

Recientemente he tenido la oportunidad de ver un interesante documental sobre la construcción de montañas rusas y la necesidad de construirlas cada vez más altas y más rápidas. Al parecer estos artefactos son creados, más que para el entretenimiento, para provocar subidas de adrenalina en las personas que le piden algo más a la vida, que necesitan un estímulo que les haga salir de la rutina y les recuerde que están vivos. En este documental explicaban que una de las últimas en ser construidas, que había tenido un costo de alrededor de veinticinco millones de dólares, garantizaba algunas de las condiciones más extremas a las que un cuerpo humano puede ser sometido dentro de los límites de un parque de atracciones.

Por propia decisión personal al haber nacido con tendencias adrenalínicas (ni siquiera sé si existe esta palabra), decidí desde mi más tierna infancia subirme en la montaña rusa más salvaje que existe, la de la vida, una montaña en la que sigo subido a pesar de que dicen los sabios que los años aplacan los ánimos. Vivir en una montaña rusa implica enfrentarte a subidas de vértigo, a veces rápidas, a veces demasiado lentas, y también enfrentarte a caídas que te dejan sin aliento y te recuerdan constantemente que la vida está en un continuo proceso de transformación. Llegar a pensar en la sola posibilidad de que mi vida fuera lineal, sin la adrenalina provocada por el estrés de ser yo mismo, me parecería un crimen contra mi propia esencia y mi razón de ser.

Me encuentro rodeado de personas, todos lo estamos, que entienden que eso de las subidas de adrenalina hay que dejarlas para las esporádicas visitas a los parques de atracciones y que, en la vida, hay que centrarse en trabajar, aunque sea de manera constante y anodina, y dejarse de tonterías, que no está el horno para bollos. Y así nos va. Generación tras generación, repetimos los mismos errores y enseñamos a nuestros hijos a vivir centrados en la consecución de objetivos profundamente ridículos, si tenemos en cuenta que nos hemos auto impuesto el título de supuestos homos pensadores. Uno de esos errores, tal vez de los más graves, es el de asumir la teoría y práctica de la auto supervivencia como dogma de fe, como si pensar en los demás fuera simplemente un efecto colateral de nuestro paso por este mundo. Y otro error, el peor, es el de haber incluido en nuestra supuesta evolución la capacidad de ignorar, sin que nos afecte, todo aquello que no hacemos por los demás, como si hubiésemos construido un escudo protector en nuestra mente, y hasta en nuestro alma, que nos impidiera sentir el dolor ajeno a pesar de saberlo.

Jeffrey Sachs, en su libro "El fin de la pobreza", escribe lo siguiente: "¿Cómo puedo creer, me preguntan muchas veces, que unas sociedades materialistas y volcadas hacia el interior como la de Estados Unidos, Europa y Japón pueden asumir un programa de mejoras sociales, máxime si éste se dirige a los más pobres del planeta? ¿Acaso las sociedades no son cortas de miras, egoístas e incapaces de responder a las necesidades de otras sociedades? Creo que no. Otras generaciones han triunfado a la hora de aumentar el alcance de la libertad y el bienestar humanos mediante una combinación de esfuerzo, paciencia y las profundas ventajas de situarse en el lado adecuado de la historia. Me vienen a la memoria tres grandes desafíos generacionales en los que se confirmaron los derechos de los pobres y los débiles. Estos tres ejemplos sirven de inspiración y guía para nuestra época: el fin de la esclavitud, el fin del colonialismo y los movimientos por los derechos civiles y contra el apartheid (...)".

Tiene razón Sachs en su opinión basada en la defensa del optimismo a ultranza, esto es, a pesar de lo que parece a simple vista, en el fondo de todos nosotros, los alineados y los adrenalínicos, subyace una conjetura paradójica que nos hace ignorar a los demás y, al mismo tiempo, tenerlos en cuenta. El problema es que, a veces, para saber situarse en el lado adecuado de la Historia, sería conveniente mostrar un poco más de agilidad en las resoluciones porque, de lo contrario, nos encontramos con la cruda realidad de haber hecho lo correcto pero demasiado tarde. Y valgan para ello los tres ejemplos que él sugiere como inspiración, el fin de la esclavitud, pero después de años interminables de sufrimiento, humillación, familias rotas y muerte; el fin del colonialismo, pero después de años interminables de sufrimiento, humillación, familias rotas y muerte; los movimientos por los derechos civiles y contra el apartheid, pero después de años interminables de sufrimiento, humillación, familias rotas y muerte. Así, desde esta perspectiva de surrealismo positivista, también podríamos aludir al fin del exterminio judío, o a las matanzas de Darfur, o al genocidio por omisión que estamos cometiendo en África y con el resto de los pobres del mundo. Acabamos con la industrialización de la muerte en la Alemania nazi, pero después de años interminables de sufrimiento, humillación, familias rotas y muerte; parece que se va controlando a duras penas la situación en Sudán y que las matanzas de Darfur se van aplacando, pero después de años interminables de sufrimiento, humillación, familias rotas y muerte. Sin embargo el positivismo resulta difícil de aplicar al día a día de los que viven sin nada y mueren por nada, aquellos que, sin saberlo, esperan una reacción del mundo avanzado actual en la creencia de que, una vez más, y aunque sea tarde, sabrá situarse en el lado adecuado de la Historia. Pero no es así.

Robert Kennedy dijo unas palabras que conviene traerlas a colación en estos momentos de dudas existenciales sobre la capacidad de sentirse humana de la Humanidad "Que nadie se sienta desanimado por la creencia de que no existe nada que un hombre o una mujer puedan hacer para combatir la infinidad de males en el mundo; la miseria y la ignorancia, la injusticia y la violencia. Pocos tendrán la grandeza de moldear la historia entera; pero cada uno de nosotros trabaja para modificar una pequeña parte de los acontecimientos, y el resultado total de todas esas acciones aparecerá escrito en la historia de esta generación. Es a partir de los innumerables y variados actos de coraje y fe como se conforma la historia de la humanidad. Cada vez que un hombre defiende un ideal, actúa para mejorar la suerte de otros o lucha contra una injusticia, transmite una onda diminuta de esperanza. Esas ondas se cruzan con otras desde un millón de centros de energía diferentes y se aventuran a crear una corriente que puede derribar los muros más poderosos de la opresión y la resistencia".

Grandes palabras. Ahora seamos capaces de hacerlas realidad. En la montaña rusa de mi vida, la subida de adrenalina me la provoca saber que, mi obcecación por dar a conocer la existencia de la pobreza extrema, se ha convertido en un acto de fe. Posiblemente, si lo supieran los que acuden a los parques de atracciones en busca de emociones fuertes se pondrían de mi lado. Y si supieran lo que se puede hacer en África con los veinticinco millones de dólares que ha costado la montaña rusa en la que están subiendo, descubrirían lo que es una auténtica subida de adrenalina.

lunes, 25 de enero de 2010

¡¡Váyase usted a la mierda!!

Una colaboradora muy activa, y militante solidaria de primera línea, se encontraba vendiendo el librito El Safari de la Vida en una calle muy concurrida del centro de Madrid. Andaba para arriba y para abajo intentando que alguien le hiciera caso para explicarle, brevemente, el mensaje que estamos intentando transmitir sobre la ayuda urgente a África, y que esa ayuda comienza porque uno mismo sea consciente de la necesidad de hacer algo sin sentir que practica una decadente caridad. De pronto, nuestra entusiasta y valiente colaboradora se dirige a dos señores muy bien vestidos que pasaban junto a ella "Perdonen, ¿puedo hablarles un minuto sobre nuestra misión en África?". Uno de los señores se encaró con ella, visiblemente mal humorado, y le dijo "¡No moleste! ¿No ve que está interrumpiendo una conversación?". Entonces ella pidió disculpas aludiendo que no era su intención interrumpirles y que sólo quería mostrarles un librito con un mensaje solidario por África. Lamentablemente, de nada sirvieron sus disculpas, el señor estaba herido en lo más profundo de su ser por semejante falta de educación de interrumpir su conversación para enseñarle no sé qué de África. Y fue precisamente en ese momento cuando sacó a relucir lo mejor de nuestra evolucionada y avanzada civilización al contestarle a la chica: "¡¡Váyase usted a la mierda!!".

Evidentemente, ni todo el mundo es igual ni todas las reacciones son tan escatológicamente despreciables, pero sí que, una desmesura de semejante calibre, permite que se pueda tener una pequeña idea de por dónde camina nuestra concienciación en lo que respecta a que los demás se mueran por nada mientras nosotros podríamos evitarlo fácilmente. Resulta verdaderamente incomprensible para una persona como yo, que ha vivido experiencias tremendamente dolorosas en el reino de la muerte fácil, el que a estas alturas alguien se pueda ofender tanto porque una voluntaria le pida un minuto de su tiempo para hablarle de los que más sufren.

Seguramente alguien me podría decir que tal vez el ofendido señor estaba hablando de algo muy importante y reaccionó mal ante la interrupción. Y tal vez eso puedo llegar a entenderlo, pero cómo entender entonces a los que, sin necesidad de argumentar excrementos en su defensa, sino más bien todo lo contrario, te sonríen como si fueran ángeles celestiales, llegan al mismo punto de encuentro que el señor enfrentado a nuestra colaboradora. Es decir, lo mismo es que te manden al infinito pestilente o que te inviten a un café si, al final, el resultado es que involucrarse en ayudar a los que no entienden nuestra indiferencia se convierte en una pura quimera de lo absurdo, o en una paradoja de lo humano, que es peor.

Parece ser, según cuenta Miguel Ángel Mellado en El Mundo, que hay un investigador próximo a los noventa años, de nombre Zecharia Sitchin, que afirma que unos extraterrestres del planeta Niburi llegaron a la Tierra hace 450.000 millones de años, año arriba o año abajo, porque habían descubierto oro. Como necesitaban mano de obra barata, para extraerlo hicieron algunas modificaciones genéticas en los monos pobladores de nuestro planeta, y así estuvieron hasta que acabaron prácticamente con todas las reservas del preciado mineral y se marcharon. Con la llegada del gran diluvio de hace 30.000 años desaparecieron las ciudades construidas por ellos, pero los obreros, nosotros, sobrevivimos y hemos conseguido llegar hasta los días presentes.

La teoría de Sitchin puede parecer, como mínimo, una parida de novela barata de ciencia ficción, pero lo cierto es que el tipo ha conseguido vender millones de libros con ella. Y esto debe ser así porque lo que nos gusta es figurarnos la vida, imaginar realidades, o pseudo realidades paralelas, que entretengan nuestra mente de la evolucionada estupidez del vivir sin sentir la vida. Sin embargo, la realidad real, la no paralela, la que no se esconde tras las teorías, se ha enquistado en nuestros cerebros provocándonos la ceguera más destructiva, la de aquel que, viendo, se niega a ver.

Negar lo que está pasando en África es de un nivel tan criminal como negar el Holocausto judío en el que los nazis industrializaron el exterminio. No darnos por enterados de que podemos y no queremos es también un grado avanzado de negación. Y no hacer nada alegando que no podemos, que no nos fiamos, que ya colaboramos de cuando en cuando o que eso es cosa del Gobierno, forma parte de la autoría punible.

Tal vez, parafraseando a nuestro digno caballero que paseaba conversando apaciblemente por la capital de un Estado del primer mundo cuando una voluntaria solidario lo interrumpió, deberíamos irnos todos a la mierda, los que pensamos que se puede y se debe hacer algo por África, los que piensan que no quieren, no pueden, no saben o no contestan y, por supuesto, los propios africanos. Tal vez así el profesor Sitchin tenga una nueva teoría para vender otros cuantos millones de libros en otro planeta.

miércoles, 20 de enero de 2010

The time is now

Malcolm X, el conocido activista radical en la defensa de los derechos de los afroamericanos en Estados Unidos, y tristemente muerto contra su voluntad, entendió que había llegado el momento de alzar la voz contra lo que era una flagrante dejación de funciones del Gobierno de la nación, por lo que emitió su propio grito de guerra: “¡The time is now!”.

Tenía razón Malcolm X al plantear a la sociedad que el tiempo de buscar soluciones es ahora, y lo hizo para cerrar las bocas de aquellos que, instalados en el más puro racismo, clamaban a los cuatro vientos que todavía no había llegado el momento para que los negros americanos vivieran en igualdad de condiciones con los blancos. Al repasar las imágenes del líder negro en el momento en que dijo esta frase por primera vez, uno no puede evitar mirar sus ojos, la seriedad de su rostro y la fuerza con que transmitía un sentimiento de rabia mezclado con la impotencia que provoca la lucha en una causa tan surrealista como imposible.

Han pasado muchos años desde que sus palabras dejaron sentado que, si hay que luchar por algo, ahora es el momento, no después. Allí, en la primera nación del mundo, la evolución hacia la normalización de la sociedad ha ido progresando desde entonces hasta llegar el punto en que, a pesar del racismo subyacente, incluso el propio presidente es también afroamericano.

Los gritos de guerra de personas que dejaron huella en la Historia suelen ser por su trascendencia de utilidad pública, es por eso que yo ahora, en nombre de la causa africana, me apropio de lo dicho por Malcolm X para gritar bien alto que el tiempo de actuar es ahora, que ahora es el momento de decir basta y comenzar a dar soluciones a una masacre que se está dando en la peor de las circunstancias, la de ser ignorada a conciencia por quienes tienen en su mano resolverla.

No tengo más remedio que revelarme ante quienes encuentran todo tipo de excusas para no hacer nada y, especialmente, contra aquellos que simplemente no quieren darse por enterados de que, si dejas que millones de personas mueran por nada, tal vez algún día la vida te pase factura. ¿Para cuando entendemos que vamos a ser algo más que solidarios con nuestros hermanos africanos? ¿Tal vez en el futuro cuando nos recuperemos de la crisis? ¿O resultará mejor si los dejamos abandonados a su suerte y cada uno en su casa y Dios en la de todos? En cualquier caso ya podemos ir comprando una buena libreta en la que apuntar el debe y haber de la cuenta de la vida en la que a nosotros, por pura casualidad, no por méritos propios, nos ha tocado el papel de banqueros y a los africanos el de simples números.

Todo esto que escribo parece pura retórica que pasará desapercibida si no hago nada por evitarlo, por eso cada día me pongo manos a la obra y hablo con unos y otros intentando hacer que comprendan. A veces la gente me mira como si fuera el típico pesado que no sabe hablar de otra cosa pero, ¿acaso alguien tendría otro tema si alguno de sus seres más queridos estuviera en peligro de muerte y su salvación dependiera de la comprensión y colaboración de los demás? Por supuesto, soy consciente de que entre los miles de africanos que mueren cada día sin que fuera su hora no se encuentra mi familia más directa, pero me pregunto, ¿es un inconveniente para ayudar el hecho de que por quien me movilice ni sea de mi familia ni tenga mi mismo color de piel?

De verdad, creo que todo esto es una locura. Pero ya no es sólo una locura saber que cada pocos segundos muere un niño de hambre o de enfermedades fácilmente curables, sino que la locura, la verdadera locura, radica en nosotros mismo, en nuestra inacción recalcitrante, en nuestro silencio insultante, en nuestra forma de vivir y dejar morir. Si lees esto quiere decir que tienes algún tipo de interés en buscar en el fondo de tu alma, por eso te pido, por favor, que repases tus valores vitales y medites un instante sobre si tu tiempo de actuar es ahora o prefieres seguir ignorando la realidad. En tus manos está hacer algo, sin importar tu edad, ni si tienes dinero, sólo hace falta que quieras gritar bien alto, aunque no sepas inglés ¡¡¡The time is now!!! Ahora actúa en consecuencia.

sábado, 16 de enero de 2010

Una cosa o la otra

Asistimos estos días a la catástrofe de Haití, y nos repele ver el desastre de cuerpos sin vida tratados como mercancía de desecho por palas y camiones tirando su contenido al vertedero de las políticamente correctas llamadas fosas comunes. Vemos el obligado pillaje de la población, desesperada por la nada sobre la nada, y resulta que es noticia el que alguien quite los zapatos a un muerto. Escuchamos que los gobiernos envían ayuda humanitaria, incluso que si queremos podemos dar nuestros dineros para financiarla, y nuestros corazones parece que se tranquilizan porque entre todos hacemos lo que hay que hacer. Nos muestran por televisión que alguien ha rescatado de entre los escombros a una niña después de cuatro días y el alborozo da la vuelta al mundo, como si con ello se asentase con más fuerza en nuestra conciencia la satisfacción del deber cumplido.

Hay quien piensa que las grandes catástrofes muestran lo mejor del ser humano, pero también hay quienes piensan, entre los que me encuentro, que según donde sean esas catástrofes lo que verdaderamente se muestra es la tremenda y vergonzante hipocresía de la Humanidad, al menos de la Humanidad desarrollada. Lloramos por Haití justo ahora, cuando la Naturaleza tiene una falla, pero no hemos llorado cuando la que falla es la Humanidad. Justo un minuto antes del terremoto la miseria local era tan grande en el país que parecía estar escribiendo los titulares de prensa del día siguiente: “Devastador terremoto en el país más pobre de América”. Había pocos ojos mirando hacia Haití cuando el otro poder de la Naturaleza, el de la ruina total, mataba sin piedad a miles de personas por no disponer de un puñado de monedas para comer, para medicinas, ni tan siquiera para pagar a un médico que certifique que sin dinero no se puede hacer nada. Y es ahora cuando lloramos a Haití, cuando la fuerza mediática, impulsada por la brutalidad sísmica, ha colocado de nuevo en el mapa a un país que hace frontera con la muerte cotidiana.

Resultará curioso ver como durante unos días, tal vez semanas, los informativos mantengan calientes las imágenes de las ahora inexistentes calles de Puerto Príncipe, pero pasados esos días las portadas irán cediendo espacio a la última hora de las cosas intrascendentes hasta que, llegado el momento, Haití pase a ser recordado solamente en los aniversarios ocupando su lugar en el ranking de catástrofes naturales. Triste miseria la nuestra, la de nuestras almas, la de nuestros espíritus, que diría el nuevo obispo de San Sebastián, que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Y como él, yo también afirmo que, sin quitarle peso al desastre, que lo es y de magnitudes desbordantes, deberíamos sentir pena también por nosotros mismos que, una vez más, no hemos sabido estar a la altura de las circunstancias por nuestra dejadez, esa que ahora da paso a los efímeros lamentos.

Y con África pasa lo mismo que con el Haití anterior al terremoto y que con tantos otros lugares de la Tierra, abandonados de la mano de los desarrollados. Parece que necesitamos que las desgracias sean específicas, cortas y contundentes para que nuestros corazones se muevan, de ahí que cien, doscientas o trescientas mil personas muertas de repente bajo el peso de sus casas nos hagan sentir algo. Pero veinte mil vidas diarias de niños y niñas repartidas por diferentes países y sin el estruendo de los cascotes no son importantes precisamente por eso, porque mueren sin hacer ruido. Y nos da igual, no sentimos nada, vivimos en la indiferencia total cumpliendo lo mejor que podemos con nuestros inventados ciclos vitales de veinticuatro horas, en los que no queda tiempo ni sentimiento más que para nosotros mismos.

Hace ahora poco más de un año que Timothy Garton Ash, catedrático en la Universidad de Oxford, escribió en El País: "Es evidente que el planeta no puede sostener a 6.700 millones de personas que vivan como lo hace la clase media actual en Norteamérica y Europa occidental, ni mucho menos los 9.000 millones previstos para mediados de siglo. O excluimos a una gran parte de la humanidad de los beneficios de la prosperidad, o nuestra forma de vida tiene que cambiar". Hemos de ser capaces de ver el desastre global al que nos encaminamos a toda velocidad y decidirnos por una cosa o la otra, la supremacía del más fuerte o la coexistencia de los seres humanos. Lamentable dilema.

lunes, 11 de enero de 2010

Sucumbiendo a la codicia

Leo en las páginas de negocios de El País una más que breve entrevista a George F. Loewenstein (o a lo mejor Lowenstein, porque lo mencionan de las dos maneras), estudioso norteamericano especializado en la influencia de la psicología sobre la economía y sus derivaciones conductuales en los individuos. Cuando digo que esta entrevista, realizada por Borja Vilaseca, es más que breve, me refiero a que no es de recibo que el diario conceda dos o tres páginas a cualquier político del momento que no tiene nada, o casi nada nuevo que decir y, sin embargo, cuando tienen un erudito a tiro, incluso un presunto Premio Nobel de Economía, le dedican media página y con foto grande, no sea que diga algo interesante y la fastidiemos. Claro que, después de lo de Obama, el responsable de contenidos del periódico puede pensar que eso de Premio Nobel lo puede ser cualquiera, con lo que nada indica que un economista deba ser refrendado informativamente con más espacio. Tal vez si fuera una prostituta, y sus proxenetas pagaran por la publicidad, como pasa en éste, y en otros insignes diarios nacionales españoles, no habría problema en dedicarle más espacio, pero claro, qué digo yo, siendo un tipo que critica la codicia humana ya puede estar agradecido por el mero hecho de haber sido mencionado. Me puedo imaginar el cabreo del periodista cuando viera su entrevista perfecta resumida en una mera mención de relleno.

En todo caso no es este un blog que pretenda la crítica periodística al periodismo, ni tan siquiera la constructiva, pero sí que en este caso ha lugar porque no es frecuente encontrar un "sabio" que entre a saco con algo tan deleznable, y tan habitual, como es la codicia. Tras definir la codicia como "el afán por desear más de lo que se tiene", advirtiendo que se trata de un "círculo vicioso que te lleva a perder de vista lo que de verdad necesitas", Loewenstein especifica que la codicia "nace de una carencia interior no saciada, y de la creencia de que podemos llenar ese vacío con poder, dinero, reconocimiento y, en definitiva, con un estilo de vida materialista, basado en el consumo y el entretenimiento".

Sin embargo el economista, en sus respuestas, deja bien claro que la codicia no es la causa ni el problema, sino que se trata sólo de "un síntoma del funcionamiento corrupto y perverso del sistema monetario sobre el que se asienta la sociedad occidental y, poco a poco, el resto de países y economías". Verdaderamente, uno después de tanto camino recorrido ya tiene una pequeña idea de lo que va la cosa, pero no deja de tener su enjundia que quien lo deje claro sea un experto en comportamiento económico, lo que no quiere decir que ni él ni yo tengamos razón. Eso sí, en caso de tenerla, se nos debería de quedar cara de estúpidos el leer que "hoy día, las leyes que rigen la economía fuerzan a los individuos a engañarse y estafarse unos a otros en la interacción que se realiza diariamente en el libre mercado". La mini entrevista a Loewenstein acaba con esta frase: "La verdadera riqueza y felicidad se genera al dar, no al recibir".

Los que nos dedicamos a esto de movilizar conciencias en beneficio de la ayuda al desarrollo, deberíamos plantearnos contratar a este hombre para aprovechar su prestigio y conocimientos desde un punto de vista técnico, así quedaría claro que, además de lo puramente evidente, también podríamos demostrar lo académicamente evidente. Desear más de lo que tenemos no es solamente el día a día de nuestras vidas, sino que también lo insuflamos a nuestros hijos desde su más tierna infancia, convirtiendo ese círculo vicioso que nuestro experto menciona en la entrevista en una forma intrínseca de ser, es decir, no se trataría de un círculo vicioso en sentido estricto, sino que nuestra propia definición de humanos llevaría aparejada la codicia como característica fundamental, inalienable e inseparable del homo pensador. Siguiendo la directriz del comportamiento observada por Loewenstein, la creencia de que el tótem del poder, el dinero y el reconocimiento nos hará felices también interiormente vendría a resultar una especie de delirio incrustado en nuestro cerebro, con el paso de generaciones de humanos estúpidos, que mejor hubieran hecho quedándose en una versión más simiesca sin necesidad de erigirse, ni posturalmente ni, tampoco, como líderes de la Creación, la Evolución o cualquier otra acción que permitiera haber llegado hasta el momento presente.

De no ser por el tremendo sufrimiento que conlleva, tendría su gracia que un día le pudieran dar el Nobel de Economía a un individuo que predica que la codicia viene dada por el funcionamiento corrupto y perverso del sistema monetario. Curioso parecer. Ahora resulta que no hay ninguna duda de que el sistema económico que está implantado a nivel planetario es corrupto y perverso, pero sin embargo nos sometemos a él como si nuestras vidas dependieran de ello, y es porque realmente dependen, de eso no hay duda. Entonces, ¿qué ha sido del homo pensador?, ¿cómo podemos considerarnos avanzados respecto de otras especies si ellas se dedican a vivir y nosotros a creer que vivimos?, ¿dónde queda entonces la retórica de ser humano, de ser persona, de dar amor o de compartir, aunque sea simplemente por intentar llenar ese vacío que nos deja nuestra vida estéril de acumulación descontrolada de cosas materiales?

Loewenstein cree, posiblemente de corazón, más allá de sus estudios, que la verdadera riqueza está en dar, no en recibir. Y desde luego es así, o debería serlo. Pero no conozco muchas personas que pongan en práctica esa teoría en toda su extensión. La codicia está tan ligada a la indiferencia que resultaría prácticamente imposible saber dónde acaba una y empieza la otra. Queremos más de lo que necesitamos para vivir. Hipotecamos nuestras vidas por cuatro paredes minúsculas teniendo millones de kilómetros de campo abierto. Vivimos para trabajar, y trabajamos para rodearnos de cosas que supuestamente nos deberían hacer tener una vida mejor, de no ser porque apenas tenemos tiempo de disfrutarlas. Pero de entre todas estas cosas, y otras mil que se podrían escribir sobre los efectos de la codicia, la peor es cuando sometemos ésta a la fuerza de la indiferencia, es entonces cuando nos damos cuenta que la mayor parte de la Humanidad vive miserablemente y nos da lo mismo. Como no tenemos tiempo, ni ganas, dejamos que a nuestra codicia y nuestra indiferencia se le una un instinto básico de nuestro yo más animal, el de la supervivencia. Que cada cual se las arregle como pueda. Incluido el amor, a nosotros mismos y a los demás, un sentimiento que parece no tener cabida en un mundo que definitivamente está sucumbiendo a la codicia.

jueves, 7 de enero de 2010

La luz de una vela

Prem Rawat, también conocido como "Maharaji", viaja llenando auditorios alrededor de todo el mundo, desde hace 40 años, llevando un mensaje sobre la posibilidad que tiene cada persona de encontrar la paz en su interior, sin importar sus circunstancias (www.lapazesposible.tv). En una conferencia que dio en la ciudad de Quito (Ecuador), dijo lo siguiente: "Para ti un milagro es que empiece a salir leche de la pared. Para mí, eso es un problema, no un milagro. Así es. Si ocurre que sale leche de la pared en cualquier otro lugar, es un milagro. Si es en tu casa, sobre tu cama, es un gran problema. ¿Acaso no pasa así en tu casa? Cuando de pronto empieza a salir agua de la pared, ¿a quién llamas? ¿A un sacerdote, o a un fontanero? Llamas a un fontanero. ¿Por qué? Porque sabes que no es un milagro, sino un problema. El milagro es tu existencia. El milagro es tu vida. El milagro es la dicha que reside dentro de ti. El milagro es la paz que danza dentro de ti. Comprende y siente".

Este hombre, que hizo su primera aparición pública a los 3 años, y que ha hablado en los foros más importantes del mundo, tiene la firme convicción de que la solución a todos los problemas está dentro de nosotros mismos, mientras que nosotros, testarudos, nos esforzamos en buscar mil y una soluciones en cualquier otro lugar menos en nuestros corazones. Verdaderamente el esfuerzo que realiza es sobrecogedor, porque son cientos de miles de personas las que le han escuchado y se han convencido de sus palabras, poniendo en práctica algo tan sencillo y a la vez tan complicado.

Sin embargo, cuando uno ve las noticias, puede llegar a pensar que los esfuerzos de Maharaji, y de otros tantos como él, no son más que ilusiones utópicas que no conducen a nada o, a lo sumo, que sus beneficios solo alcanzan a una mínima parte de la población. Debería ser un tanto descorazonador saber que, tras cuarenta años predicando la paz, cada vez hay más guerras, más odio y más violencia. Es más, uno puede pensar que, de ser el señor Maharaji, casi sería mejor pensar en ir dedicándose a otra cosa porque el negocio de la paz está inmerso en una verdadera crisis, incluso la paz en sí misma sería víctima de una crisis conceptual sin precedentes. Y puestos a ironizar, hasta cabría la posibilidad de tener que ser victima propiciatoria de un psicoanalista que supiera explicarnos cómo es posible que cuanto más hablemos de paz más se remueva la guerra.

Evidentemente, puestos en ese plan, nadie haría nada por nadie, ni la Humanidad tendría la más mínima posibilidad de regeneración porque, sabedores de que cualquier mínima iniciativa que intentase mejorar la convivencia estaría condenada al ostracismo desde su concepción, nos llevaría a no producir ideas solventes que, como mínimo, nos recordasen que algo de humanos hemos de tener. La idea de Maharaji no es mala, si una sola persona se encuentra a sí misma buscando en su interior, e insta a los demás que tenga a su alrededor a que hagan lo mismo, en un plazo de tiempo razonable habrá un número indeterminado de personas que reconozcan la existencia de la paz interior y quieran extrapolarla a su exterior más próximo. Y si esa actitud se replica constantemente, podría darse el caso de que una cierta parte de la Humanidad no sea partidaria de la violencia para resolver los problemas, ni los suyos ni los de los otros, y ese sí que sería un gran primer paso.

En la misma línea podríamos poner la consideración de la viabilidad de la ayuda al desarrollo. Cada vez son más personas las que me dicen que ellas harían algo pero que, finalmente, lo ven como una tarea tan imposible como intrascendente, porque el impacto de su pequeña aportación no es nada si lo comparamos con la magnitud del problema. Y esto, lamentable y ciertamente, es así. Aunque no conozco personalmente a Maharaji, creo estar en disposición de decir que, a buen seguro, él tampoco compartiría una opción de búsqueda de la paz interior que se tradujera en una simple acción espontánea o, peor todavía, en una aportación monetaria para que fueran otros los que busquen nuestra paz interior por delegación. Más bien él diría que el proceso de búsqueda es algo que lleva su tiempo, su paciencia y su constancia, todo ello con una inquebrantable fuerza de voluntad y convicción de conseguir aquello que nos hemos propuesto. Y eso es también lo que hay para la ayuda al desarrollo, no se trata de hacer una acción puntual anual que alivie nuestras almas, o donar sin tan siquiera preocuparnos de lo que se hace con lo que donamos. Lo que cuenta es la acción directa, la implicación real en lo que queremos hacer y el convencimiento pleno de que queremos hacerlo.

Definitivamente, si estamos firmemente convencidos de que podemos hacer algo conseguiremos hacerlo, y será ese convencimiento el que nos lleve a convencer a otros para que sean nuestros compañeros de viaje o inicien su propio el suyo propio. Una sola persona puede hacer que otra sea también capaz de visualizar el problema y ponerse manos a la obra para intentar solucionarlo. Y si se ha convencido a uno se pueden convencer a cien, y si esos cien convencen a cien cada uno, y así sucesivamente, pronto serán millones los que quieran hacer algo.

Voy a poner un ejemplo menor que resulta aplicable incluso en tiempos de crisis, sobre todo si nuestro generoso Gobierno, y el resto de los Gobiernos de la Unión Europea, quisieran colaborar ajustando sus legislaciones tributarias. En España vamos camino de los cincuenta millones de habitantes. Si uno de esos habitantes convenciera a otros cinco para hacerse cargo, cada uno de ellos, de una familia africana necesitada enviándoles directamente cien euros mensuales. Si a su vez cada uno de esos cinco convenciera a otros cinco, y cada uno de los veinticinco resultantes convenciera a otros cinco, insisto, implicándose en ello nuestro propio Gobierno con apoyo en la reducción de impuestos y publicidad institucional, nos encontraríamos con una economía de escala que nos llevaría en menos tiempo de lo que podríamos imaginar a que habría un millón de ciudadanos militantes solidarios. Y si, por poner un techo, cada uno de los que componen ese millón convenciera a otros cinco para hacer lo mismo, con los cinco millones resultantes, ni uno más ni uno menos, estaríamos resolviendo la papeleta vital de alrededor de cincuenta millones de africanos, porque la media familiar no es menor de diez individuos. Incluso podríamos destinar cinco de esos cien euros mensuales a cinco diferentes organizaciones no gubernamentales de reconocida solvencia, un euro para cada una de ellas significarían cinco millones de euros mensuales, o lo que es lo mismo, un infinito mundo de posibilidades de solucionar problemas tan urgentes como vitales.

Os imagino pensando que me he vuelto loco si me he llegado a creer que cualquiera de vosotros, no ya cinco millones de personas, estaría en disposición de enviar directamente cien euros mensuales a una determinada familia africana con nombres y apellidos. Y os doy la razón, puede que definitivamente esté loco y no tenga solución, pero también hay que pensar que la cordura imperante en la sociedad actual no está dando mucho resultado que digamos, y me podría remitir para corroborarlo hasta cuatrocientos años o quinientos años atrás con motivo de las colonizaciones. De seguir así más pronto que tarde nos encontraremos con más de lo mismo pero aumentado a la enésima potencia, es decir, los africanos morirán inexorablemente y decenas de millones de ellos no tendrán más remedio que invadirnos en busca de una solución que consideran se encuentra dentro de nuestras fronteras, o al menos eso es lo que les muestran los diferentes canales internacionales de televisión.

Resulta obvio concluir que, de casi cincuenta millones de personas en España, no sería imposible encontrar cinco millones para las que cien euros mensuales no signifiquen un agravio en su economía, y más si, como he apuntado anteriormente, el Gobierno colabora disminuyendo su presión fiscal para esos voluntarios solidarios dispuestos a hacer lo que ninguna institución oficial se ha atrevido a hacer hasta ahora. Si esa misma política se aplicase en el resto de países de la Unión Europea y, entre los más ricos y los más pobres se pudieran reclutar ochenta millones de personas solidarias que aportasen cien euros mensuales, de los cuales cinco van para cinco organizaciones no gubernamentales, la cifra resultante sería tremendamente escandalosa. De hecho nos daríamos cabezazos contra la pared por no haber iniciado esta medida mucho antes, porque ochenta millones de personas pueden solucionar la vida de diez cada una de ellas, que multiplicado son ochocientos millones. Si tenemos en cuenta que en el continente africano hay unos novecientos millones de personas, y que alrededor del cuarenta por ciento no necesitan ayuda directa, resultaría que todavía sobraría dinero para aplicar esta política solidaria a la creación de infraestructuras necesarias para el transporte, la sanidad, la educación y la vivienda. Todo ello sin olvidar que destinamos cinco euros mensuales a cinco organizaciones no gubernamentales, con lo que cada una de ellas obtendría la nada despreciable cifra de ochenta millones de euros al mes, más que suficiente para lograr sus objetivos de una manera eficaz y contundente.

Con esta teoría, en menos de cinco años se habría dado un vuelco total a la penosa situación en África, porque el estado del bienestar daría paso a la cultura necesaria para evitar la absurda supervivencia de la corrupción más despótica que se pueda imaginar. Lo mismo pasaría con la mayor parte de las supuestas guerras étnicas, cuyos diseñadores son empresas transnacionales con intereses tan espurios como miserables.

¿Sabéis lo más curioso de todo esto? Que para conseguirlo hay que meditar llegando a imbuirnos totalmente de la potencia lumínica que puede llegar a tener la luz de una vela. La ayuda al desarrollo es como la oscuridad más total en medio de la noche en campo abierto, no se puede ver nada si miramos cerca, cuanto menos si miramos lejos. Si, en esa oscuridad total, encendemos una vela, ésta iluminará todo lo que esté a nuestro alrededor, pero también su resplandor podrá ser visto muchos kilómetros más allá. De eso se trata, de que lleguemos a asumir que somos como una vela, aparentemente carente de ninguna propiedad cuando se encuentra apagada, pero con la posibilidad de servir de guía para muchos cuando está encendida. Antes de acostarte hoy, por favor, medita sobre la luz de una vela.

lunes, 4 de enero de 2010

El alquimista del marketing

Hace no tanto tiempo tuve infinidad de ocasiones de comprobar como mi amigo, compañero y socio, el desaparecido Joaquín Luqui, tenía la misma costumbre que yo con respecto a los periódicos. Les echábamos un vistazo rápido y recortábamos aquellas páginas que contenían algo que nos pudiera interesar. Después, con más calma, leíamos los recortes y los clasificábamos en nuestros respectivos archivos según la temática y el interés. Pero había un punto que nos diferenciaba, yo, además, señalaba aquellas partes del texto con frases dignas de ser tenidas en cuenta, bien por la inspiración literaria de su autor o bien porque encerraban ideas cuyo contenido pudiera servirme para algún trabajo posterior.

Después de muchos años sigo con la misma costumbre y sin poder evitar acordarme de Joaquín cada vez que lo hago, sobre todo porque, muchas veces, comentábamos lo cada vez más difícil que resultaba encontrar algo verdaderamente interesante y, sobre todo, que el contenido resultara inspirador al comprobar que su autor ha sabido ver más allá de la noticia o del tema comentado. Precisamente por eso es por lo que, ahora, me parece justo mencionar un artículo de Carlos Salas publicado en la sección Mercados, del periódico El Mundo, bajo el título: "De cómo el café nos dio una lección mundial". En todos estos años de coleccionista de artículos interesantes no recuerdo haber marcado tantas frases como en este artículo de Salas, incluso el título de mi propio artículo proviene de una frase suya.

Carlos narra una visita que realizó en 1996 a EEUU y su encuentro con la ahora emblemática cadena de cafeterías Starbucks. Casualmente, el establecimiento donde había hecho un alto en el camino resultó ser la tienda más antigua del grupo, que por aquél entonces ya estaba diseminado por un buen número de ciudades americanas. Una empleada le comentó que esperaban abrir 2.000 nuevos establecimientos antes de fin de siglo, lo que evidentemente hizo sonreír a Carlos al comprobar que los americanos estaban descubriendo nuestra forma de tomar café.

Según cuenta en su artículo, al regresar a España de su viaje la cosa sirvió de coña entre sus amigos porque no parecía tener mucho futuro una iniciativa que servía el café en vasos de cartón, en establecimientos con suelo de moqueta, sin el ruido de fondo de las tragaperras ni de la televisión con el fútbol y, por si fuera poco, costando el triple que nuestro tradicional cafelito. Y dicha coña, por supuesto, continuó al anunciar después la empresa su desembarco en España.

Como quiera que ahora Starbucks es una realidad contrastada en muchas ciudades españolas, y ya nadie se ríe de la visión de la empresa, es donde Carlos Salas entra a saco a analizar cómo es posible que alguien pueda triunfar con un producto tan de sobra conocido como el café, cobrando el triple y con una puesta en escena tan diferente del gusto español, y así escribe: "Para empezar, Starbucks no vende café. Vende una experiencia. Porque la gente que entra en esas cafeterías no va a tomar café sino a reflexionar sobre el sentido de la vida... El café es una excusa para encontrar la verdad interior".

En la misma línea Carlos trae a colación el genial invento de Nespresso, ya saben, las cafeteras que anuncia el guaperas de George Clooney y que han resultado ser otro éxito de ventas, tanto de las cafeteras como de los cartuchos donde el café va comprimido y sin los cuales las cafeteras no funcionan. "Tanto Starbucks como Nespresso", afirma Carlos, "han dado un giro insólito a un producto que estaba delante de nuestras narices desde hace cuatro siglos". "...Desde entonces, se ha preparado de mil formas, y se pensaba que lo importante era el café. Ahora resulta que lo importante es la palanca que mueve el café, y lo que hay alrededor, el ambiente". Y esto lo remata el autor del artículo magistralmente añadiendo "Está claro que en el primer mundo estamos tan sobrados de todo que lo importante ya no es la cosa, sino lo que rodea a las cosas".

Este para mí tremendo artículo, que desgrana una de las lecciones empresariales más grandes de nuestro tiempo, bien podría aplicarse, salvando las distancias, a otro producto que también "estaba delante de nuestras narices" desde hace más o menos tiempo que lo está el café: la cooperación al desarrollo en el tercer mundo. Imaginemos por un momento que apareciera una nueva forma de ayudar que, en lugar de consistir únicamente en dar dinero regularmente a las ong, fuera una verdadera experiencia, algo que nos hiciera "reflexionar sobre el sentido de la vida", algo que, al hacerlo, nos sirviera de "excusa para encontrar la verdad interior". Imaginemos que, aunque al tercer mundo se le ha ayudado "de mil formas", pensando que lo importante era la ayuda, "ahora resultase que lo importante es la palanca" que mueve esa ayuda, "y lo que hay alrededor, el ambiente", porque, y repito por lo trascendente de la frase, como escribía Carlos "en el primer mundo estamos tan sobrados de todo que lo importante ya no es la cosa, sino lo que rodea las cosas".

Tal vez si dejamos de pensar en el café, o en este caso en los que necesitan la ayuda, y buscamos una forma en la que nos impliquemos nosotros mismos y pasemos a ser parte activa de la solución; tal vez si al hacerlo reflexionamos sobre el sentido de la vida, de nuestra vida, y buscamos esa verdad interior que nos dé una razón sobre el hecho real de nuestra dejación de funciones como seres humanos; tal vez, entonces, podamos empezar a cambiar las cosas y a frenar el genocidio que a diario se comete apoyado en nuestro silencio.

Carlos Salas termina su artículo escribiendo "La gran lección que hemos aprendido del café es que la idea que tenemos de cualquier producto o servicio puede ser alterada por un alquimista del marketing y convertida en la salvación de una industria". Posiblemente los que se encuentran al borde de la muerte por falta de agua, comida, medicamentos o atención médica, lo que primero necesiten es que en el primer mundo aparezca un alquimista del marketing que nos haga sentir nuevas experiencias ayudándoles. Y tal vez aparezca pasado mañana. Lo malo es que, mientras tanto, mañana ya habrá sido demasiado tarde para otros dieciséis mil niños.

sábado, 2 de enero de 2010

Subvenciones caprichosas sin fronteras

El periódico El Economista titula de la siguiente forma una información de Alejandra Ramón: "El Gobierno impone el capricho en su política de subvenciones". A continuación, la periodista, partiendo de lo publicado en el B.O.E., hace un breve recorrido por quince subvenciones que denomina como "curiosas" y entre las que se encuentran, por ejemplo, los 28.810 euros para la asociación de Gays y Lesbianas de Zimbabwe; 800.000 euros para el programa de mejora del ejercicio de los derechos sexuales reproductivos del Ministerio de Salud de Nicaragua; 700.000 euros para el fortalecimiento de la Policía Nacional de Nicaragua; 270.000 euros también para fortalecimiento, pero en esta ocasión de la Cámara de los Diputados de la República Dominicana; 56.200 euros para la Red de mujeres chocoanas de Colombia aplicables a la "promoción de la seguridad de las mujeres en ciudades latinoamericanas en dos ámbitos de actuación: incidencia en políticas públicas y experiencia socio-territorial"; 113.225 euros para la Fundación Hijos del Maíz de Perú; 40.000 euros a la Asociación de Trabajadores e Inmigrantes Marroquíes en España para sensibilizar a la población inmigrante marroquí contra las drogas; o los escandalosos 2.426.100 euros a la ejecución del programa Ibermedia para desarrollo de proyectos de cine americano de la Conferencia de Autoridades Audiovisuales y Cinematográficas de Iberoamérica.

Alejandra, la autora de esta más que interesante información, hace una equivalencia sobre el hecho de dar dineros públicos españoles a terceros países, o a colectivos extranjeros en España, cuando esos mismos dineros hacen falta en nuestro país precisamente para los mismos criterios con que son donados a otros. Evidentemente, no es difícil estar de acuerdo con la periodista porque, se mire por donde se mire, y estando como estamos, no podemos andar regalando enormes cantidades de dinero a troche y moche a no ser que fuera para causas fundamentales.

Y ahora, dicho todo esto, me gustaría que hiciéramos un pequeño ejercicio de imaginación si el dinero de las subvenciones de los 15 únicos ejemplos que cita el diario El Economista, que sumado viene a ser alrededor de cinco millones de euros, en lugar de gastarse allá o acá en gays de Zimbabwe o en proyectos de cine iberoamericano, se gastara en proyectos de cooperación al desarrollo en África, o donde sea que haga falta. Con ese dinero, y siguiendo criterios constructivos africanos en lugar de las barbaridades de precios que se manejan en España, se podrían construir más de mil pozos de agua, o cientos de viviendas sociales, o decenas de escuelas primarias o de formación profesional, o también decenas de centros de salud, o tres grandes hospitales. Y si lo aplicamos a conceptos de mucha más urgencia, le podríamos dar de comer a más de cien mil personas en campamentos de refugiados durante tres meses, o vacunar a cerca de un millón de niños, o regalar sobre dos millones de mosquiteras.

Está claro que los gays y lesbianas de donde quiera que sean tienen derechos, y las mujeres chocoanas, y los hijos del maíz, y los policías de Nicaragua, y los diputados de la República Dominicana, y por supuesto los cineastas iberoamericanos, pero no hay ningún derecho que pueda estar por encima del derecho a la vida, es por eso que va siendo hora de reclamar a nuestros políticos algo más que prudencia, porque de lo que se trata es de coherencia.

Alejandra Ramón, la periodista de El Economista, ha dado en el clavo con su información, y eso que solamente ha citado quince ejemplos, no quiero ni imaginar el montón de millones de euros que se tienen que ir en conceptos inconsistentes por un miserable, como dice ella "capricho" en la política de subvenciones del Gobierno. Deberíamos hacer algo al respecto, callar y mirar para otro lado es lo que hemos hecho hasta ahora y así nos va. Y así le va al mundo.