Por Javier Bleda
Todos estamos acostumbrados a las
noticias sobre los problemas alimentarios en África, y tanta es la costumbre
que ya casi ni nos inmutamos cuando nos hablan de ello. Esto, que a simple
vista no parece más que un simple reflejo provocado por la redundancia
ocasional informativa sobre el tema, en realidad es algo que va mucho más allá,
puesto que afecta a la capacidad comprensiva de nuestro ser humanos y revela
implicaciones antropológicas que casan más con la supervivencia individual que
con la protección de la propia especie.
Que una gran parte de los
africanos pasen hambre de manera reiterada no parece ser problema de nadie, y
que muchos de ellos mueran de pura inanición no mejora las tasas de interés por
ello, más bien al contrario, parece que nos hace mirar para otro lado por lo
desagradable del hecho. Queda más emotivo, por ejemplo, llorar a un muerto en
atentado, o en un gran accidente, que hacerlo por los que lo hacen por goteo de
manera constante.
Ahora bien, siendo cierto que
aceptamos el hecho del hambre africano en lo cotidiano y lo damos por un
problema lejano, no es menos cierto que existen vías insultantemente fáciles para
aportar soluciones en estado práctico a las hambrunas, tanto a las que traen
muerte inmediata como a las responsables de la malnutrición, causante de una
muerte lejana a cámara lenta. Estas vías no son otras que promover la
producción masiva de alimentos básicos en el continente negro para ir eliminando,
de entrada, la necesidad de importarlos de países lejanos. Sin embargo, esto
que parece tan sencillo, en la práctica se topa de bruces con políticas locales
que premian la producción de biocombustibles donde debería crecer alimento. Se
topa también con la manipulación de los precios internacionales de dichos
alimentos básicos, lo que impide a las familias acceder a ellos en mínimas
condiciones de supervivencia. Los fertilizantes para obtener mejores y más
seguras cosechas adquieren igualmente precios abusivos a la hora de
importarlos. Las ayudas de instituciones internacionales para el fomento y
apoyo a la agricultura se pierden por el camino un año tras otro, y a pesar de
ello se siguen entregando a los Gobiernos para su gestión. Los ríos de caudales
increíbles que atraviesan África riegan simplemente sus riberas y por
inundación, no existen políticas de regadío inteligente y aprovechamiento de
los recursos hídricos que permitan hacer del riego una parte fundamental de la
producción alimentaria, y de paso solucionar el problema de la sed, que no es
menor que el alimentario. Por si fuera poco, los desastres naturales arrasan
todo lo que se encuentran en el camino, aunque a un nivel infinitamente
inferior al resultante de la unión entre corrupción, intereses creados e
inutilidad manifiesta.
No seré yo el primero, ni tampoco
el último, que piense que todo esto se debe a una cruenta conspiración para
evitar el aumento incontrolado de la población y que, en lugar de repartir
cultura como antídoto de urgencia, lo que se reparta es muerte en forma de
manipulación de mercados y malas gestiones. Y si esto no es así, si nada raro
se esconde tras la aceptación voluntaria y consciente del sufrimiento eterno de
cientos de millones de personas, entonces, y solo entonces, es que los
conceptos de la vida fallan de manera estrepitosa acercándonos peligrosamente a
lo que podríamos llamar caos de los sentimientos.
África se encuentra en un
evidente proceso de despegue a todos los niveles, hay millones de jóvenes bien
preparados y una especie de clase media está surgiendo en todos los países que
conforman el continente, incluso en los más pobres. Hay una parte de África que
ya no es lo que era y en la que podemos fijarnos como estructura capaz de
aportar enormes posibilidades de negocio. Pero otra parte de África, la que
sufre los embates del hambre, permanece inamovible desde tiempo inmemorial y
tiene todo el aspecto de seguir así hasta que una de las dos opciones posibles
se apodere de la situación, esto es, que la manipulación de los mercados acabe
con los que no se pueden permitir el lujo de jugar a la ruleta rusa por un
puñado de arroz o, por otra parte, que dejemos de creer que no podemos hacer
nada y entendamos que hay cosas que no se pueden dejar para otro día, o para
otro año, porque tal vez dentro de un rato ya sea demasiado tarde.