Impresionante, la escultura de bronce 'L’homme qui marche I', del artista suizo Alberto Giacometti, ha sido subastada, a pesar de la crisis, por la escalofriante cifra de 74,34 millones de euros, consiguiendo al parecer el record mundial de una obra de arte. Un comprador no identificado ha pujado con otros diez más por esta pieza, la cual acabó siendo vendida en tan sólo ocho minutos.
No tengo más remedio que identificarme por muy diferentes motivos con el comprador y con la propia escultura en sí. Con el primero porque puedo llegar a imaginar las horas que va a pasar contemplando al caminante, el cual parece presto a llegar donde haga falta, tal y como ha hecho su nuevo propietario al pujar hasta extremos inconcebibles. Y con la escultura me identifico porque fue forjada en 1961, mi año de nacimiento, aunque es de justicia reconocer que el bronce se cotiza más que la piel de periodista canalla. Dudo mucho que nadie diera un euro por mi vida, o como mucho, y ya que se ha sentado precedente en pagar a secuestradores, el Gobierno español tal vez podría pagar algo por mí en caso de secuestro internacional, pero no por mi liberación, sino porque se quedasen conmigo, que no es lo mismo.
Hace unos años caminaba con el Rastro de Madrid con un buen amigo nigeriano que acababa de llegar a España para hacer unas compras. Como no parábamos de encontrar antigüedades por todas partes mi amigo me preguntó: "¿Por qué se venden aquí las cosas viejas?". Ante una pregunta tan natural, y más después de que él viera los precios de algunas de ellas, intenté explicarle la diferencia entre lo antiguo y lo viejo, pero no me sirvió de mucho, para mi amigo aquella exposición de trastos viejos con precios por las nubes era inimaginable llevada a su contexto nigeriano en el que unos 140 millones de almas luchan por salir adelante cada día.
Recientemente, hace tal vez uno o dos años, me acordé de mi amigo nigeriano cuando una emisora de televisión quiso poner a prueba la propia concepción del arte moderno. Así, sin más, no se les ocurrió otra cosa que ir a una guardería y dejarles a los niños y niñas que se embadurnasen con pintura de manos para que hicieran lo que quisieran con un lienzo que les había entregado la periodista. Los pequeños, naturalmente, se lo pasaron pipa y pintaron el cuadro más auténtico de toda la historia de la Humanidad, una obra que bien se podría haber llamado “Inocencia en estado puro”. Posteriormente el equipo de televisión (no recuerdo qué canal era), introdujo a hurtadillas el lienzo pintado por los niños en Arco, la famosa exposición internacional de arte contemporáneo. Una vez allí, y en secreto, le pusieron un marco al lienzo y lo colgaron a la vista del público. A partir de ahí el reportaje adquirió dimensiones verdaderamente surrealistas, como mucho del arte que allí se exponía. Tanto público como críticos de arte valoraron el cuadro, sin saber de dónde venía, como una obra de alta calidad pictórica y de un valor económico considerable, aunque lo mejor era cuando alguno de ellos se atrevía a adentrarse en los insondables misterios del alma del artista intentando explicarnos lo que había querido transmitirnos al pintar aquello, y es que la gente es capaz de decir estupideces de calibre superior cuando tiene una cámara de televisión delante.
No entro a valorar la obra de Giacometti porque ni me corresponde ni entiendo. Si acaso, si alguien me preguntara si me gusta, le diría que me parece un bodrio, y más habiendo conocido artistas africanos que trabajan sin medios de ningún tipo y en condiciones infrahumanas, y que sin embargo son capaces de hacer esculturas que te dejan pensativo en lo tocante a las infinitas posibilidades de la destreza humana mezclada con la imaginación. Eso sí, por la escultura del suizo se pelean por ver quién puja más alto, mientras el autor se debe estar partiendo de risa desde su tumba, pero por la escultura del africano el turista blanco lo que hace es todo lo contrario, regatea para ver si es capaz de sacar el trabajo de una semana intensiva del escultor por el miserable precio de un café.
Pero, con todo y con eso, que me guste o deje de gustarme una escultura, independientemente de si está hecha con bronce o con latas de refrescos, no tiene ninguna trascendencia. Hay mujeres a las que yo les he gustado y nadie las ha insultado por ello, ni tampoco las han acusado de tener el gusto echado a perder. Pero lo que sí es brutalmente llamativo es que se paguen setenta y cuatro millones de euros, ciento cuatro millones en la moneda de Obama, por un simple trozo de bronce, y que quien lo haya hecho no sea consciente de lo que se podría llegar a conseguir con ese dinero en África de haber sido destinado a la ayuda al desarrollo. Con los precios que se manejan en África, por el precio pagado por la escultura de marras (perdón, de Giacometti), se podrían haber construido unas 12.000 viviendas sociales de 80 metros cuadrados y solucionar el problema de alrededor de 84.000 personas que viven donde pueden, o bien 30 hospitales equipados, o más de 500 orfanatos, o veinte mil pozos de agua, o lo que es más grave, se podrían haber alimentado a 250.000 niños en estado de desnutrición durante todo un año para salvarlos de una muerte segura, y así la lista podría ser interminable. Pero aún así, lo más insultante desde el punto de vista del ser humano no es el dinero pagado por la escultura, sino el tiempo que se tardó en que diez personas pujasen por gastar una fortuna en ella, ocho minutos y por teléfono. Si unimos los niños que mueren por hambre y sed con los que mueren por enfermedades que tendrían fácil tratamiento, cada tres segundos muere un niño o una niña. 1..., 2..., 3..., ya está. En esos ocho minutos, mientras los poderosos se peleaban por ver quién daba más por un trozo de hojalata, murieron 160 pequeños totalmente desamparados. ¡Maldita sea!
Por supuesto, Alberto Giacometti, el artista, no es responsable de nada, si acaso de que sus obras les parezcan geniales al mundo. Pero muy posiblemente, teniendo en cuenta la sensibilidad que se le supone para moldear un trozo de metal y conseguir que éste levante pasiones, estoy casi seguro que, de haber sabido lo que se iba a pagar por su escultura, y siendo consciente de la situación de los más desfavorecidos, la habría titulado 'El hombre que retrocede', porque es eso lo que estamos mostrando en tanto que humanos. No reniego del arte, hubiese preferido ser la escultura de Giacometti, siempre caminando como un nómada, ajeno a la vida e insensible a la muerte, como los que pujaron por ella.