Decía el cónsul de Haití en Brasil, con poca fortuna, que la culpa de lo ocurrido en su país venía dada por los africanos, que son ellos los que han traído la desgracia a Haití, con sus historias de vudú y sus malas prácticas (supongo que se refería el señor cónsul al sector de la construcción). El caso es que, según él, esto del terremoto haitiano ha debido ser una especie de castigo divino sobrevenido por un dios castigador, el cual no ha debido ver con buenos ojos el que en un país de tradición católica los haitianos se den a prácticas cercanas al demonio. Evidentemente, la otra parte de la crítica, la de las malas prácticas constructivas relacionadas con el falso concepto de que los africanos no saben nada y lo que hacen lo hacen mal, no creo que influya en la decisión del dios consular de arrasar todo un país, aunque tal vez podríamos dejarlo en el apartado de efectos colaterales.
Este que escribo es un blog eminentemente africano, de ahí que se denomine Cosas de África, sin embargo ha sido el cónsul de Haití en Brasil el que me ha dado patente de corso, al maldecir a los africanos haitianos, para ampliar mi radio de acción al país caribeño, algo así como una ampliación geográfica del continente negro. Claro, que, puestos en ese plan, igualmente podríamos incluir en este blog a los Estados Unidos, con su presidente africano a la cabeza, y a tantos otros países cuya población, ahora autóctona, antes fue importada con certificado de esclavitud a lugares que nada tenían que ver con ellos, ni tampoco con su cultura. De ahí que ahora resulte poco menos que grosera e insultantemente ridículo que este señor de la diplomacia, pero tan poco diplomático, venga a acusar a los traídos contra su voluntad de querer recuperar y mantener sus esencias ancestrales.
Pero con todo, lo que más me preocupa no es que un imbécil presuntamente licenciado pueda traer a colación fuera de lugar las capacidades innatas de los africanos para ser perseguidos por la mala suerte, sino que, apenas pasados dos meses desde que ocurrió la tragedia de Haití, ya los medios de comunicación apenas dedican espacio a recordarnos el día a día que millones de personas siguen sufriendo después de perderlo absolutamente todo. Hemos llegado a un punto en el que cientos de miles de muertos no son nada, y tampoco lo son millones que aspiran a ser muertos en vida. Tal vez sea la crisis, la famosa crisis, la que nos impide ver más allá de nuestro impulso primario inicial de ayudar justo después del terremoto. Ahora ya parece que es tiempo de atender otras cosas más de nuestro día a día, de lo que tenemos más cercano y, si acaso, de criticar de cuando en cuando que a saber lo que se va a hacer con todo el dinero recaudado y que si aquello ahora sí que va a ser una merienda de negros, y de blancos, que a fin de cuenta son los que gestionan los fondos.
En vista de todo esto, de que hemos asistido a una de las más grandes tragedias naturales de nuestra historia, y no tanto por los muertos, sino porque ha sido destruido un país y todas sus instituciones, es por lo que he decidido marcharme a vivir a Haití, para no perderme la posibilidad de ser testigo de la impotencia ante la insistente y fría dejadez de la especie humana. Me voy a Haití para dejar constancia de cosas buenas y malas, pero también para sentirme cerca de los africanos que defiendo y que ahora son culpados por ser ellos mismos.